Una vez conocí a la mujer más bella del mundo.
Sus ojos eran como la luz de la Luna: Clara y enigmática, nocturna e hipnotizadora.
Su sonrisa como puesta de sol: natural y exótica, romántica y bella.
Me enamoré tanto de ella que me parecía vivir la noche y el día, me hice esclavo de su mirada y de su sonrisa. Su voz como dulce melodía, como olas que acarician la cálida arena, como canto de sirena me embriagaba…
y me hice esclavo de su voz, de su sonrisa y de su mirada.
¡Oh Qué bella eres!!
No puedo dejarla de mirar.
¡Oh Qué bella eres!!
No puedo dejarla de mirar.
Pero una vez, unos de esos días en que la Luna duerme y el día se nubla, cuando el atardecer no es bello ni el canto de las olas acarician mis sueños, me pregunté ¿Realmente la amo? ¿Es su sonrisa o es a ella? ¿Es a su voz?
En esta reflexión surgió ese conocimiento que te da paz y tranquilidad… me di cuenta que lo que realmente me enamoraba era de todo lo bello que podía apreciar… Realmente no estaba enamorado de aquella mujer, estaba enamorado de la vida, del amor, de la belleza; por lo tanto, ella con su belleza, su encanto, su sensualidad y su mirada reflejaba todas esas sensaciones de la vida… Ahora vivo enamorado de toda la vida: la sonrisa, el abrazo, el amor de un amigo, la inocencia de un niño, de una mirada transparente, de una mirada pícara, del silencio, de la Luna, de una caricia… De ti… De mí.
Ya no soy esclavo de una mirada, ni de una voz sensual y dulce… soy libre para jugar en la playa en un atardecer, soy libre de robar tu mirada y buscar una inspiración. Soy libre para sentir y apreciar el amor y la belleza venga de donde venga.
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